El post del estribo de este año es para una entrevista reciente, en la que Natalio Botana tira algunas líneas que podrían servir para un debate político un poco menos berreta que el dominante. 
Se le podría reprochar que, al caracterizar el desastre ferroviario de Once como ejemplo de la cultura del "Estado-botín", no profundiza en la historia previa de desmantelamiento y privatización del Estado en los '90. Tampoco dice cómo revertir esa historia.

Pero se le debe reconocer la honestidad intelectual de no ocultar que los aspectos que le disgustan de los gobiernos elegidos por el voto popular no nacieron con ellos. No son muchos los intelectuales orgánicos del conservadorismo argentino capaces de explicitar los pecados originales de las élites -autoproclamadas liberales- al momento de plantar el andamiaje de ese Estado con los mismos objetivos parasitarios que reprocha en los partidos populares. Y su posterior prefererencia por los golpes armados (o el copamiento del menemismo que, incluso, parece reprochar a la pasividad sindical).

Dicen que la altura de uno se define por los adversarios que elige. A mí me gustaría que los intelectuales y periodistas que sacan la cara por este modelo de gobierno debatiesen más con Botana y menos con Carrió.

Después de todo, no estaría mal como deseo para el brindis de Año Nuevo.


"Justicia, justicia perseguirás" reclama el mandato bíblico que se popularizó después del brutal atentado a la AMIA. 
Y la Justicia parece ser el tema primordial de la agenda periodística de estos días. Tanto en el ámbito interno (Ley de Servicios audiovisuales, caso Marita Verón) como en el internacional (batalla contra los "fondos buitres").
Pero "perseguir" no significa necesariamente "alcanzar"; entre ambos media el instrumento de aplicación: el Derecho. Y el Derecho -lo dejó más que claro el barbudo de Tréveris- es una "super-estructura" que se asienta sobre las "bases materiales" de una sociedad. O, de otro modo, el sistema jurídico expresa un momento particular del juego de fuerzas existentes en una sociedad en un período histórico. Cuando el juego de fuerzas cambia, cambia también el orden jurídico que refleja el nuevo estado de cosas. Y nunca sucede a la inversa.
El gobierno ha lanzado el desafío de que "hay que democratizar la Justicia". Lo que significa que el ordenamiento actual no expresa los cambios que están ocurriendo sino, más bien, las rémoras de un orden anterior, organizado para impedir esos cambios. Se trata de una apuesta fuerte, de resultado incierto; entre otras cosas, porque no sabemos exactamente cuáles son las fuerzas en juego y a qué intereses expresan. Nuestra participación o nuestra abstención del debate político contribuirá, en alguna medida, al resultado final.

En otro momento en que la Justicia estuvo fuertemente cuestionada (hacia el fin de la década menemista) publiqué en el diario "Río Negro" un artículo con el título de este post cuya lectura (salvando los párrafos pertinentes a la época) tal vez fuera de interés actual:

Cuando se actúa en política seriamente ( y no sólo para la propia satisfacción moral o patrimonial ), las acciones deben ser consecuentes con las ideas. Pascal advertía que  “la justicia sin la fuerza es impotente; la fuerza sin la justicia es tiránica”. La ley no es un contrato de libre (in)cumplimiento; la estructura misma de su concepto, recuerda Kant, implica la posibilidad de ser aplicada (enforced, en inglés) por la fuerza. Pero si la ley no es antagónica de la fuerza sino que, por el contrario, la contiene en sí misma, se plantea un dilema: ¿cómo distinguir entre la fuerza de la ley y la violencia ilegítima o injusta?. Ya Montaigne, maestro del escepticismo, se había atrevido a decirlo: “Ahora bien, las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad, no tienen otro (...) El que las obedece porque son justas, no las obedece justamente por lo que debe obedecerlas”.
Jacques Derrida (Fuerza de ley, Tecnos, 1997) comenta este párrafo destacando la distinción establecida por Montaigne entre justicia y derecho. Mientras la ley tiene necesariamente una forma general, la justicia se refiere siempre a una singularidad, a individuos irremplazables. El derecho es el elemento del cálculo; la justicia es lo incalculable. Por eso, concluye Derrida, el hecho de que la justicia deba ser aplicada por el derecho es una experiencia aporética: una en la que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla. 
Esto lleva a denunciar no sólo los límites teóricos sino, también, injusticias concretas de la buena conciencia que se detiene dogmáticamente ante una u otra norma heredada de la justicia. Pero en el momento, estructuralmente necesario, en que la creencia en un axioma es suspendida por el análisis (Derrida dice “deconstrucción”) se puede creer que no hay lugar para la justicia. Es un momento de suspenso angustiante pero también es el que abre el intervalo en el que las transformaciones y hasta las revoluciones jurídico-políticas tienen lugar. La justicia está por venir, tiene que venir, es por-venir
La idea final de este ensayo de Derrida es resistir a la tentación de una “justicia mesiánica”, coartada para no participar en las luchas jurídico-políticas. Abandonada a sí misma, la idea incalculable de justicia siempre puede ser reapropiada por el cálculo más perverso. Por eso es necesario reconocer que cada avance de la politización obliga a reconsiderar, a reinterpretar los fundamentos mismos del derecho tal y como habían sido calculados o delimitados previamente. Esto fue cierto en la Declaración de los Derechos del Hombre, en la abolición de la esclavitud y en todas las luchas emancipatorias que están y deberán estar en curso en todo el mundo.