La sección Debates del diario Río Negro publica esta semana varias notas dedicadas a las diferentes actitudes de los intelectuales argentinos (Borges y Soriano fueron elegidos como ejemplos antagónicos) hacia el fútbol. También incluye una nota mía que reproduzco aquí. El original de la nota se cerraba con una cita de Rodolfo Walsh (gracias Canilla) que no salió publicada por "razones de espacio", pero acá está.

Los medios de comunicación han convertido a los deportistas en los héroes míticos de nuestro tiempo, desplazando a los próceres con los que la ley de educación laica había reemplazado, a su vez, al santoral de la Iglesia en el relato patriótico.
La Generación del 80 era consciente de que la organización nacional de una república joven y abierta a la inmigración necesitaba crear mitos y rituales escolares. Luego, los hijos de esos inmigrantes "enseñarían a sus padres" la conciencia nacional adquirida, como una religión de la patria, relegando las ideas anarquistas y socialistas que traían de Europa.

Los estudiosos como Joseph Campbell o Mircea Eliade han destacado el papel que la repetición ritual de la historia mítica de los héroes fundadores tiene en la consolidación de los lazos comunitarios. La rememoración cíclica de los actos de esos héroes sirve para otorgar sentido a los actos del presente y reafirmar la vigencia de la ley común. Es, además, un refugio de estabilidad imaginaria frente a los golpes de la historia para las masas que suelen sufrirla sin llegar a comprenderla.
En Oriente los héroes fundadores se llamarían Moisés, Jesús o Mahoma; en Grecia, Edipo, Antígona y otros serían héroes trágicos.

Esos héroes míticos deben reunir ciertas características y cumplir ciertos pasos para poder servir como modelos: superar los peligros de un nacimiento desventajoso primero y, luego, las pruebas y enemigos que encontrarán a lo largo de un viaje por tierras extrañas para volver a nosotros transfigurados en arquetipo universal.
Su muerte debe, también, incluir un ingrediente de exilio o sacrificio como la predilección por Moreno, Belgrano o San Martín para nuestro panteón, ejemplifican.

En el siglo XX, cumplidas las tareas de la gesta independentista y empujada la religión al ámbito de lo privado, los medios masivos encontraron en las figuras deportivas una fuente inagotable de nuevos héroes que proponer a su público.
El primero, sin dudas, lo dio el boxeo con Luis Ángel Firpo, a través de la aún precaria información telegráfica del diario "Crítica". Los últimos de esa dimensión, probablemente, hayan sido Monzón y Bonavena.
Desde 1978, sin embargo, el fútbol desplazó el boxeo de la preferencia popular por varias razones: es menos peligroso y más accesible para muchos practicantes. Y, sobre todo, posee una organización universal cuyo ritual cuatrienal convoca a la representación colectiva de todos los países -democráticos o no- a renovar las esperanzas depositadas en su equipo de modernos argonautas.

La adhesión popular a los héroes deportivos genera comprensibles suspicacias en muchos intelectuales, mejor provistos culturalmente para soportar los embates de la historia. Pueden ser conservadores, como Borges, o comunistas, como Bertolt Brecht, quien dijo por boca de su personaje Galileo Galilei: "Desdichados los pueblos que necesitan héroes". Hay en esa actitud -como señala Alain Badiou- un distanciamiento aristocratizante, un "platonismo estalinizado". Los riesgos de enajenación colectiva, así como de instrumentación política y comercial, están indudablemente presentes en las manifestaciones plebeyas de fervor patriótico-deportivo. Mas, como el propio Borges escribió: "Siempre el coraje es mejor, la esperanza nunca es vana".

Pero también subyace un hilo secreto intuitivamente preservado por esas masas para guiarse en el intrincado laberinto de la historia. Es lo que reconocía Rodolfo Walsh desde su propia y trágica posición militante: "Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas".
Hace un tiempo hice esta ilustración para una nota sobre el "Reloj del Fin del Mundo" (Doomsday Clock) que marca el grado de riesgo de un holocausto nuclear desde la tapa del "Bulletin of the Atomic Scientists", cuyo lanzamiento en 1947 fue precedido por un manifiesto creado por  estos dos gigantes del siglo XX.

Casualmente me encuentro con un texto de Einstein en el que hizo explícita sus opiniones sobre el Capitalismo y el Socialismo en 1949. En síntesis, se manifestaba contra la irracionalidad de la competencia ilimitada y a favor de la economía planificada. sin embargo terminaba con una advertencia frente al peligro de crear una burocracia todopoderosa.
Buscando algo equivalente de Russell me encontré con alternancias durante su prolongada vida que oscilaban entre el socialismo fabiano y el anarquismo organizado, pasando por un período algo paranoico de anticomunismo activo. Su texto clásico es "Los caminos de la libertad".

Pero buscando algo más, encuentro el blog de Jorge Parrondo, quien es un español que, habiendo conocido in situ durante quince años el funcionamiento del liberalismo estadounidense (y sus epígonos europeos pseudo social-demócratas), se decanta por un régimen social que -para empezar- asegure una renta básica universal a todos los ciudadanos.

Lo que tienen en común estas posiciones es, por un lado, el repudio del Capitalismo en cuanto pone como condición la miseria de muchos para el enriquecimiento de unos pocos y, por otro, la desconfianza en la capacidad del Estado para gestionar eficazmente la complejidad social (digamos, la microeconomía) al costo del control abusivo de los individuos.

Si algo debería quedar establecido tras los fracasos sucesivos del estatismo soviético (que nunca fue un principio marxista sino una circunstancia histórica) y de la globalización capitalista, es que los circuitos económicos locales (donde se preserve la iniciativa individual) deberían quedar estrictamente desenganchados monetaria y financieramente de los intercambios internacionales bajo control estatal.
Del resto conversamos después.
La discriminatoria ley votada en Arizona contra los inmigrantes ilegales puso de relive el grado de hipocresía y esquizofrenia que sufre esa sociedad, exacerbada por la crisis. Esta nota de Oppenheimer señala correctamente algunos datos básicos y oculta otros.
Primero, no habría nada malo en exigir que los inmigrantes entraran legalmente a Estados Unidos, pero el problema es que no les está permitido hacerlo. Entran ilegalmente porque no pueden entrar legalmente. Las actuales leyes inmigratorias datan de hace más de veinte años, cuando la demanda estadounidense de trabajadores no calificados y altamente calificados era mucho más pequeña que la actual.
El mercado laboral estadounidense demanda hasta 500.000 trabajadores no calificados por año, mientras que el actual sistema inmigratorio sólo autoriza 5.000 visas permanentes para esa categoría, según el Foro Nacional de Inmigración, una organización pro reforma inmigratoria en Washington.
 Lo que no dice la nota es que la existencia de una masa de trabajadores privados de derechos laborales permite a los empleadores mantener los salarios en su conjunto bajo control.


Otras dos razones invocadas por la nota a favor de la legalización de los inmigrantes fueron discutidas en el sitio norteamericano de izquierda Coto Report:

En segundo lugar, deportar a 10 millones de residentes indocumentados no sólo sería increíblemente costoso sino también impracticable, a menos que queramos convertir a Estados Unidos en un Estado policíaco. Por razones de seguridad nacional y para evitar que los indocumentados se abstengan de reportar crímenes, o de rescatar a un accidentado en la calle, sería mucho mejor poder saber quiénes son, dónde viven y pedirles cumplir una serie de requisitos –incluyendo el aprendizaje del inglés y el pago de impuestos– para regularizar su estatus.
Si el mercado libre norteamericano necesita a todos esos inmigrantes, semejante deportación sería impracticable y el deseado control sería contradictorio con esa necesidad (de trabajadores baratos).

En contraste con este panorama, el gobierno argentino acaba de reglamentar una ley de inmigraciones que reemplaza la vigente desde la dictadura, asegurando el derecho a la salud y la educación de trabajadores inmigrantes en curso de regularización. Y un detalle: eleva de 100 mil a un millón y medio de pesos el monto requerido a un inversionista (teléfono para Monzer al-Kassar).

La nota para la que hice esta ilustración repasa los encuentros cruzados entre Estela y Bignone. No es porque la haya escrito mi jefe (¡cof, cof!) pero vale la pena leerla.