Por mi parte, debo admitir que, desde ya, me parece un progreso para el sistema político argentino que la principal voz de la oposición deje de estar representada por las desmesuras místicas u oportunistas -según el caso- de Carrió, Alfonsín, Solanas o Duhalde. O -como me dijo un querido familiar- "lo voto a Binner para que dentro de cuatro años la opción no sea Macri". Y me parece válido.
No se trata de que yo me haga ilusiones sobre la capacidad de los agrupados en el FAP para traspasar las limitaciones de la tradición socialista argentina, nacida al calor de la expansión del modelo agroexportador y el evolucionismo positivista del s.XIX. Esas limitaciones ya se expresaban en la ambigua actitud de Juan B Justo al encarar la empresa pionera de traducir a Karl Marx y, al mismo tiempo, rechazar sus aspectos más originales y conflictivos; los que ponían en riesgo su programa de avance hacia el progreso social apegándose fielmente al marco institucional existente. O -como diría J.P. Feinmann- con temor a ensuciarse con el barro de la Historia.
Sin embargo, no todas las etapas de cambio histórico deben ser necesariamente de lucha violenta. Como bien señalaba Gramsci, una nueva legalidad también incluye un momento de construcción de un nuevo consenso en el que los diferentes intereses de clase alteran su subjetividad y asimilan nuevas escalas de valores que antes les parecían inaceptables.
Ocurrió cuando la generación de Roca (tan discutible en otros aspectos) impuso el "sentido común" de que la educación pública y la vida privada de los ciudadanos quedarían fuera del control religioso. Hoy, la Unión Industrial ya está dicutiendo la forma (pero no el derecho) en que se va a establecer un grado de participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas.
En ese sentido, que el marco institucional en el que se despliegue el debate esté liderado por interlocutores racionales en lugar de apelaciones catastróficas a metáforas apocálípticas es un progreso, como dije, que merece ser bienvenido.