El diario Río Negro me encargó una nota y una ilustración urgentes para la sección Debates sobre la masacre parisina. La idea para la ilustración (que contó con la inestimable colaboración del gran Escher) me la dio mi esposa.  Este es el texto de la nota:

El horroroso atentado contra el semanario parisino "Charlie Hebdo" convoca imágenes de violencia e intolerancia inasimilables. La reacción masiva en las calles enarbolando pancartas con la proclama "Yo soy Charlie" expresa un desesperado llamamiento en defensa de las libertades públicas ciudadanas; la de expresión en primer lugar. Más que una defensa de la democracia, una de la modernidad frente al ataque (presunto) del totalitarismo religioso radicalizado.

Sin embargo, la historia de la sátira política francesa no ha sido casi nunca plácida. Desde que en 1830 Charles Philipon debió justificar ante los jueces su caricatura del rey Louis-Philippe como una pera ("tonto" en el argot popular), los humoristas franceses compartieron los avatares de la agitada vida política del país. Si el gran Daumier eludió la censura abocándose a los temas sociales de la Comedie-Humaine, sus colegas más jóvenes tuvieron que afrontar la censura bonapartista del Segundo Imperio y aun pagaron su cuota por participar en la Comuna de 1871.

Pero asimismo, el antisemitismo desatado por el affaire Dreyfuss tuvo un vocero en el talentoso Caran d'Ache. Es que, aunque luego fuera empequeñecido por sus émulos nazis, también el racismo derechista francés sentó las bases ideológicas para las hecatombes del siglo XX. No es la menor de las ironías trágicas de este asesinato masivo que el objeto de odio del islamismo radical hayan sido los portadores de los ideales iconoclastas del Mayo del '68; aquellos jóvenes que buscaron llevar la imaginación al Poder, conmoviendo las bases de un país "aburguesado".

¿Cómo es que aquellos jóvenes izquierdistas -hoy consagrados profesionales- terminaron siendo las víctimas del odio al republicanismo heredero del racionalismo y la revolución burguesa de 1789? Y eso mientras el voto popular se vuelca más y más hacia la derecha islamófoba y se refugia en el propio particularismo religioso. Y es difícil considerar los efectos de la radicalización religiosa islamista (de jóvenes ciudadanos franceses) sin hacerlo con el "choque de civilizaciones" anunciado al cabo de la Guerra Fría, cuando supuestamente habíamos llegado al fin de la historia.
Fue en esos primeros años de la década del 90 que el sociólogo Olivier Mongin registró que bajo el "discurrir de un río plácido" al que creía haber llegado, la sociedad francesa incubaba una violencia que ya no se manifestaría como confrontación entre estados, sino como violencia "introyectada" y particularista, provocada por un "miedo al vacío" antes desconocido. Los fuegos encendidos en Medio Oriente encontrarían material propicio en los millones de jóvenes inmigrantes trabajadores provenientes del norte de África marginalizados en las "banlieues", los no-lugares de una sociedad indiferente a la inclusión y el reconocimiento de las diferencias. 
Lo que pudo haber empezado como reivindicación cultural moderada (como el uso del pañuelo en las niñas) acabó transformándose en reivindicación de valores anacrónicos, asumiendo una tradición mistificada por el odio y el desprecio.