La sección Debates de esta semana estuvo dedicada a la presencia del maestro Joaquín Lavado en la Feria del Libro y me pidieron que escribiera una nota. La composición de caricatura y foto la hice después, para  el blog.

Crecimos juntos


Pocos son los que –como Quino– pueden disfrutar de ser considerados como un familiar querido por gente de buena parte del mundo. Gente que se acerca a saludarlo con la confianza y el afecto que se tiene por un primo, un tío o un abuelo al que se conoce de toda la vida, aunque no se lo haya visto nunca antes en persona. Una familiaridad que este hombre tímido y poco dispuesto a la figuración social debe haber aprendido a comprender –como una paradoja inesperada– por haber podido realizar su modesta ambición juvenil: vivir del humor gráfico.
Nada tiene de extraordinario esa elección profesional, compartida con muchos otros. Lo extraordinario es la empatía que Quino ha logrado construir con sus lectores de diversas edades y latitudes, de modo que –más allá de la finura de su trazo y el ingenio de sus ideas– deja en ellos una particular sensación de haber participado en la realización del chiste.
Quizá sin proponérselo, Quino ha llevado a la práctica lo que postulaba el Sócrates de los diálogos platónicos: ayudar a su interlocutor a reconocer lo que ya estaba dentro suyo sin que fuera consciente de ello. Como una comadrona (el oficio de la madre del filósofo) del pensamiento. Y, además, nuestro Sócrates humorístico nos ha ayudado a pensar sin perder jamás la cordialidad y la modestia de quien se considera uno más de los simples mortales arrojados a la complejidad de la existencia.
Los temas desde los que Quino practica su prestidigitación son inabarcables. Pueden ser tan abstractos como un cordel enmarañado (símbolo elemental de todas las complejidades de la vida) o tan sofisticados como el abstruso lenguaje publicitario del marketing. Pero su genio creativo también puede encontrar variantes insospechadas en los tópicos más transitados del género: el náufrago en un islote, la manzana edénica o la rutina marital.
El enfoque original con el que ha tocado cada uno de estos temas ya era notorio en sus primeras publicaciones en revistas como "Tía Vicenta". Tanto como para que un veinteañero Caloi –otro talento inmenso y generoso que acabamos de perder– ya a fines de los 60 participara en una conferencia explicando entusiasmado algunos de los recursos con los que el maestro mendocino estaba cambiando las reglas tradicionales del humor. Particularmente en el chiste secuencial, en el que (al "saltearse" un paso antes del remate) invitaba al lector a imaginar la viñeta faltante, participando con su propia inteligencia del acto creativo.
Y, claro, está Mafalda. La historieta que, habiendo nacido como la expresión más aguda de su tiempo y lugar, llegó a interpelar las conciencias de sus lectores trascendiendo las fronteras y los años. Ahí estaban nuestros tumultuosos años sesenta: el departamento mínimo del empleado de oficina (que replicaba el de su creador), la adquisición del primer televisor y el primer auto. Pero también la angustia por la pérdida de la democracia y la entronización de la duplicidad entre los valores declamados y su opacidad en la práctica. Frente a la violencia de una realidad que en los 70 se hacía cada vez menos representable, Mafalda fue derivando progresivamente hacia la reflexión humanística más universal. La pequeña Libertad llegó para recordarnos la exigencia mínima de la que como humanos no debemos abdicar. Y allí se mantiene junto a sus amiguitos, décadas después de que Quino dejara de dibujar sus entrañables personajes. Renovando su mensaje con cada generación que accede al mundo inteligente y tierno creado por este familiar del alma.

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